En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos se marcharon de la montaña y atravesaron Galilea; no quería que nadie se enterase, porque iba instruyendo a sus discípulos.
Les decía: «El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán; y, después de muerto, a los tres días resucitará.»
Pero no entendían aquello, y les daba miedo preguntarle.
Llegaron a Cafarnaún, y, una vez en casa, les preguntó: «¿De qué discutíais por el camino?»
Ellos no contestaron, pues por el camino habían discutido quién era el más importante.
Jesús se sentó, llamó a los Doce y les dijo: «Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos.»
Y, acercando a un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo: «El que acoge a un niño como éste en mi nombre me acoge a mí; y el que me acoge a mí no me acoge a mí, sino al que me ha enviado.»Marcos 9, 30-37
Merece la pena
Ciertamente nuestros criterios muchas veces no coinciden con los de Jesús. ¿A quién de nosotros se le hubiera ocurrido hoy pensar que las personas más importantes son aquellas que parecen “los últimos” porque viven al servicio de los demás?
Para nosotros importante es, muchas veces, el hombre y la mujer de prestigio, seguro de sí mismo, que ha alcanzado el éxito en algún campo de la vida, que ha logrado sobresalir sobre los demás y ser aplaudido por la gente.
Esas personas cuyos rostros podemos ver constantemente en la televisión o en las redes sociales. Líderes políticos, cantantes de moda, artistas excepcionales… ¿Quién puede haber más importantes que ellos?
Según el criterio de Jesús, miles y miles de personas, anónimas, de rostros desconocidos, a quienes nadie hará homenaje alguno, pero que se desviven en el servicio sencillo y desinteresado a los demás.
Personas que no viven para su éxito y egoísmo personal. Personas que no actúan sólo para arrancarle a la vida todas las satisfacciones posibles para sí mismas, sino que se preocupan de la felicidad de los otros.
Ciertamente hay una grandeza en la vida de estas personas que no aciertan a ser felices sin la felicidad de los demás. Su vida es un misterio de entrega y desinterés en bien de los demás. Saber vivir más allá de sus propios intereses. Sin hacer cálculos. Sin medir mucho los riesgos.
Personas que saben poner su vida a disposición de otros. No se imponen ni existen para sí mismos. Actúan movidas por su bondad. Una ternura grande envuelve su trabajo, su quehacer diario, sus relaciones, su convivencia.
No viven sólo para trabajar ni para disfrutar. Su vida no se reduce simplemente a cumplir sus obligaciones profesionales y ejecutar diligentemente sus tareas.
En su vida se encierra algo más. Viven de manera creativa. Cada personan que encuentran en su camino, cada dolor que perciben a su alrededor, cada problema que surge junto a ellos, es una llamada que les invita a actuar, servir y ayudar.
Pueden parecer “los últimos”, pero su vida es verdaderamente grande. Todos sabemos que una vida de amor y servicio desinteresado merece la pena, aunque no nos atrevamos a vivirla.
Todas estas personas nos invitan a asumir dos realidades fundamentales:
1.- No somos más personas por tener más, sino por ser más.
2.- No somos más personas por mandar más, sino por servir más.
Todo esto es una invitación a la autenticidad, a la sencillez y a la transparencia propia de los niños, porque ahí es donde está la verdadera madurez de la persona: en su autenticidad, en su honradez, en su transparencia.
Quizás podamos terminar hoy esta reflexión rezando humildemente: “Señor, responderé a tu inspiración profunda que me ordena existir, teniendo cuidado de nunca ahogar ni desviar ni desperdiciar mi fuerza de amar y de hacer”.
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