En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él. El que no me ama no guardará mis palabras. Y la palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envió. Os he hablado de esto ahora que estoy a vuestro lado, pero el Defensor, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho. La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo. Que no tiemble vuestro corazón ni se acobarde. Me habéis oído decir: «Me voy y vuelvo a vuestro lado.» Si me amarais, os alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre es más que yo. Os lo he dicho ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda, sigáis creyendo.»
Lectura del santo evangelio según san Juan 14,23-29
Todo
Jesús es la Palabra de Dios. No es solo una idea o un mensaje bonito: es Dios mismo haciéndose humano para mostrarnos cómo vivir de verdad. En Él descubrimos lo que significa ser plenamente humanos, con profundidad, sentido y alegría.
Sabemos que la vida no siempre es fácil. A veces se pone cuesta arriba y nos sentimos solos. Pero Jesús, en el Evangelio de Juan que leemos este domingo, nos recuerda algo esencial: no caminamos solos. Si lo dejamos entrar en nuestra vida, si escuchamos su voz, su Espíritu empieza a hablarnos al corazón, guiándonos paso a paso, como un susurro suave que nos orienta incluso en medio del ruido.
En Jesús encontramos todo. No hay verdad más grande que la que Él ya nos ha dicho. Y como nos conoce a fondo —más que nosotros mismos—, nos envía su Espíritu para recordarnos que el Corazón de Dios está siempre ahí como casa para nosotros.
Esa es nuestra verdadera paz. No significa que no habrá dolor o momentos duros. Significa que Jesús estará con nosotros en medio de todo eso, atravesándolo con nosotros. En su muerte y resurrección, nuestra historia —con sus luces y sombras— se abre a un horizonte mayor de lo que podemos imaginar.