En aquel tiempo dijo Jesús: «Yo soy el buen Pastor. El buen pastor da la vida por las ovejas; el asalariado, que no es pastor ni dueño de las ovejas, ve venir al lobo, abandona las ovejas y huye; y el lobo hace estragos y las dispersa; y es que a un asalariado no le importan las ovejas. Yo soy el buen Pastor, que conozco a las mías y las mías me conocen, igual que el Padre me conoce y yo conozco al Padre; yo doy mi vida por las ovejas. Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil; también a ésas las tengo que traer, y escucharán mi voz, y habrá un solo rebaño, un solo Pastor. Por esto me ama el Padre, porque yo entrego mi vida para poder recuperarla. Nadie me la quita, sino que yo la entrego libremente. Tengo poder para entregarla y tengo poder para recuperarla: este mandato he recibido de mi Padre.»
Juan 10, 11-18
Entregar la vida
Cuarto domingo de pascua, ¿cómo pasa el tiempo, no? Hace nada celebrábamos, llenos de alegría la resurrección del Señor y quizás si nos parásemos más de cinco segundos podríamos pensar ¿dónde quedó todo lo vivido? La vida sigue, y parece que el mundo vuelve a arrastrarnos con sus inercias y tira de nosotros a lo de siempre. ¿Esto es todo? Habrá que esperar, dirán algunos, a la próxima convivencia o prepascua para volver a sentir algo… ¿No es esta la tentación de nuestra vida cristiana y uno de los motivos por los que Cristo no termina de resucitar en nosotros?
Me gustaría que hoy nos parásemos en dos ideas. La primera de la lectura de los hechos y que luego repite el salmo: “La piedra que desecharon los arquitectos, se ha convertido en piedra angular”. Parece que el arquitecto (aquel que sabe lo que tiene que hacer para llevar a cabo un proyecto) ha desechado una piedra, que parecía no servir, y que resulta que se vuelve piedra angular, es decir, la base sobre la que el edificio se sostiene. ¿Cómo nos sonaría este texto, si nos identificáramos con esos arquitectos? Nosotros, que sabemos dónde encontrar a Dios y que hemos recibido llamadas concretas a cuidar en nuestra vida, decisiones que tomar o riesgos que asumir. ¿Qué “piedras angulares”, por prisas, por inercias, por acomodamiento… he ido dejando de lado en el camino? Esas cosas que sé que me devuelven al Señor de la Vida, y que poco a poco voy dejando de cuidar. Pero, ¿por qué hacer ahora este esfuerzo? Porque “bajo el cielo no se nos ha dado otro nombre, que pueda salvarnos”.
La segunda clave en la que me gustaría fijarme la da el evangelio: “nadie me quita la vida, soy yo quien la entrego”. Todo lo anterior puede convertirse a la larga en un acto de voluntarismo estéril ¿no es eso lo que nos pasa a menudo? No se trata de sacrificios o renuncias, se trata de entrega. Y solo puede entregarse quien se tiene a sí mismo, quien ha descubierto en Jesús el mayor tesoro para su vida, quien se ha visto tan irremediablemente atraído por su Amor, que todo lo demás pasa a un segundo plano. Seguimos disfrutando de la vida (¡cuidado si no lo hacemos!) pero el centro, es otro. Entregar la vida es distinto a que te la quiten. Y se entrega en elecciones cotidianas, donde los fuegos artificiales se han apagado. Se entrega en la elección que hago en mi Galilea particular, cuando sé que me la juego en el cuidar las semillas de resurrección que Cristo ha puesto en mí, que eso es lo que me acabará llevando, dirá San Pablo “a ser semejantes a Él, pues le veremos tal cual es”, (vaya, a vivir en plenitud).