«Transfiguración»
En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan y se los llevó aparte a una montaña alta. Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. Y se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él.
Mateo 17, 1-9
Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús: «Señor, ¡qué bien se está aquí! Sí quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.»
Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra, y una voz desde la nube decía: «Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo.» Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto.
Jesús se acercó y, tocándolos, les dijo: «Levantaos, no temáis.» Al alzar los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús, solo.
Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó: «No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos.»
Fascinante relato el de esta semana. Para entrar en él y descubrirlo como Palabra de Dios viva para hoy os propongo que entablemos un pacto con el texto: no rompamos su magia, no lo estropeemos con preguntas estrechas de mente científica. Acojamos su fantasía sin preguntarnos si eso pasó así: porque es verdadero. Y porque ya se nos dice al final que esta ‘visión’ solo se comprende a la luz de la experiencia de que el Hijo del hombre ha resucitado.
El relato de la Transfiguración se nos da siempre en tiempo de cuaresma como para recordarnos en el camino a la Pasión que la meta es la luz de la Pascua. El Crucificado es el Resucitado. Y viceversa. Desde su ‘ya’ ilumina el ‘todavía no’ de nuestro desierto. A su luz, nuestros esfuerzos, dolores y pecado adquieren el consuelo de una promesa. Su promesa. ¿Cabe esperar mejor noticia?
En el evangelio resuena la Palabra del Padre. Revela, para los discípulos entonces y para nosotros hoy, la identidad y la misión de Jesús: aquel a quien vamos acompañando hacia la cruz es el Hijo de Dios, el amado.
No solemos fijarnos en el espanto y sobrecogimiento de Pedro, Santiago y Juan ante estas palabras. ¡Experiencia tremenda! dios se revela en este condenado a muerte: la Ley (Moisés) y la profecía (Elías) encuentran en él su plenitud. El Cristo no está sometido a la Ley ni a los Profetas: es él, en cambio, el criterio de medida de todo.
¿Cómo conformarnos con decir «qué bien se está aquí» cuando él nos dice «coge tu cruz y sígueme»? Si el Padre te pide que escuches a su Hijo, ¿cómo seguir prestando oído a negocios y planes que empiezan y terminan en ti? ¿Cómo no caer rostro en tierra al constatar que la medida de nuestra vida es aquel pobre de Nazaret que pasó por la vida haciendo el bien?
Este mismo Señor te regala su palabra humana: «Levántate. No temas». Soy yo. Hago camino contigo. Soy tu Señor y, a la vez, quiero ser tu amigo. Voy a mi cruz, tu cruz. A la vida, tu vida. ¿Vienes conmigo?
Pablo Bernal ss.cc.